domingo, 13 de mayo de 2007

La felicidad del ignorante

Siempre había sido feliz pensando que era dueño de su destino, que era libre y que nada ni nadie podían decidir por él. Creía que había elegido sus amigos, su primer amor, su último amor; creía que moriría el día que aborreciese la vida que él mismo se había construído. Pobre iluso, y como él muchos.
Seguramente hace mucho que Cupido dejó de tirar sus flechas, así como las parcas dejaron de tejer nuestras suertes, quizá la muerte también enterró su letal guadaña, pero no nos engañemos, somos títeres en manos de un cínico que juega a ser Dios.
No escogemos cuándo ni dónde nacer, tampoco la familia que nos criará, que nos brindará la oportunidad de conocer a esos amigos que pensamos haber elegido. No escogemos ese alguien especial por el que nuestro corazón late con más fuerza y nuestra mente divaga: hay miles más guapos, más simpáticos y más afines a nosotros, pero algo nos acerca inexorablemente. Y ni mucho menos decidimos cuál va a ser el día que abandonaremos a esa familia, esos amigos y ese amor.
A pesar de ello, es inevitable preguntarnos por qué multitud de veces. Es, quizás, esa la mayor desgracia del ser humano, saber que amará a quien no quiera amar y morirá el día que no quiera morir.